domingo, 22 de abril de 2012

Cuarta mini-historia del mini-mundo

              Cuentan los que saben -y los que no saben repiten- que este país del que te hablaba estuvo gobernado cierta vez por un rey pequeñito en tamaño, pero sumamente grande en poderío. Era conocido entre los nobles por ser tan ingenioso como caprichoso. Con cada ocurrencia suya, se estremecía el pueblo entero, pues todos los súbditos debían ocuparse en seguida de satisfacer los extravagantes pedidos del monarca. ¡Que se pinten los árboles de color arco iris!- ordenaba un día. ¡Que se erija un monumento en mi honor hecho de zanahorias y remolachas!- vociferaba al día siguiente. ¡Que todos se rapen la cabeza!- exclamó una mañana de invierno...
Y así ocurrió una vez, que tras un día de real aburrimiento, el “ingeniero Capricho” decretó: Está prohibido caminar. De inmediato, de cada árbol, de cada farol, de cada balcón, se colgó un cartel que en letras rojas recordaba la ocurrente prohibición. En poco tiempo, los habitantes de este país del que te hablaba, se convirtieron en atléticos corredores, saltarines y nadadores. Los más osados se desplazaban rodando, especialmente por las colinas y cuesta abajo. Los que no le temían al ridículo se movilizaban gateando, y los más creativos, como te lo estás imaginando vos.
Con el correr de los años, las personas se fueron olvidando de qué debían hacer para caminar y algunas hasta se olvidaron del significado de la palabra. Los bebés pasaban de gatear a correr directamente. Los enamorados paseaban por el parque de la mano y dando saltos jugaban darse piquitos en el aire. Ya ni las mascotas sabían cómo caminar.
Hasta que un día como cualquier otro, un muchacho, tal vez tan ingenioso y caprichoso como el rey, tuvo tiempo libre. Ya no le quedaban antojos reales que complacer y había concluido sus tareas diarias, y sin más ni más, se empezó a aburrir. Y, como ya sabrás, el ocio es una invitación especial para el juego y la imaginación.
El muchacho se dedicó entonces a moverse con los ojos cerrados. Sintió que escalaba los ríos y nadaba en las montañas. Voló sobre las aves y se sentó en una nube. Desde allí, el rey se veía más pequeño aún de lo que era y se distinguían, a lo lejos, otros países con otras leyes. Aprendió de inmediato que con los ojos cerrados veía mejor, y siguió jugando y creando. Se le ocurrió al rato poner lentamente un pie delante del otro, y luego éste delante del primero y de esa forma movió sus pies en lo sucesivo, como caminando. Sí, decididamente caminando. Pudo incluso, para su sorpresa, caminar con los ojos bien abiertos y así lo hizo. Paso a paso, pasito a pasito, se fue acercando al centro del pueblo.
En seguida, dos guardias se acercaron al galope frunciendo el ceño mientras los labios se deformaban para pronunciar las obvias palabras: Está prohibido caminar. Pero el decidido muchacho siguió marchando. Los guardias se miraron entre sorprendidos y asustados, y comenzaron a correr detrás del habitante desobediente. Pronto lo alcanzaron y pronto también lo dejaron atrás. Estaban desconcertados. Decidieron volver gateando a ver si así lo interceptaban, pero el atlético habitante los sorteó de un salto y retomó su caminata. Después de las insólitas y sucesivas idas y venidas que te podés imaginar, los guardias optaron por caminar. Y exactamente así llegaron los tres al centro del pueblo: el muchacho marchando al frente y los dos guardias reales escoltándolo detrás. Estos no alcanzaron a arrestarlo, cuando notaron que el pueblo se estremecía a su paso.
Cuentan los que saben – y los que no, recitan- que los habitantes de este país del que te hablaba, hartos de saltitos y correteos, de ingeniosos mandatos y caprichitos, se sumaron de inmediato al mini-desfile.  Miles de cabezas rapadas y gorritos de lana caminaban en hilera por el colorido centro del pueblo (menos los bebés, claro, que no entendían nada de nada).
Desde su torre, el poderoso rey, entre sorprendido y asustado, observó la multitudinaria procesión. Cerró los ojos, pensó un rato y decidió usar todo su ingenio para meter su cuerpecito en un canasto rojo de mimbre y fugarse sin ser visto en el lomo de un burro. Pero el animal no salió corriendo como supuso el pequeño rey, sino caminando despacito, despacito, disfrutando de posar suavemente una pata delante de la otra con lentitud.
En el largo exilio, el rey abandonó los caprichos y perdió la realeza. Extrañamente, cuando por fin salió del canasto, el ex-rey se sintió un poco más alto.
Los habitantes del país del que te hablaba, sin rey y sin decretos, vivieron su vida decidiendo por sí mismos qué camino tomar. Y el muchacho caminante vivió... como te lo estás imaginando vos.





1 comentario:

Maga-lee dijo...

Mi historia favorita! y es la última posteada! Mi encantó q los guardias tuvieron q caminar pa poder atrapar al joven ingenioso.