miércoles, 8 de febrero de 2012

¡Puaj!

      ¡Puaj! exclama Tomi cuando prueba la sopa de fideos de cabellos de ángel, la de municiones o la de verdura, pero grita de alegría cuando para la cena hay sopa de letras.

      Es fácil adivinar por qué a un niño puede gustarle más esa sopa que otras, pero no son tan obvias las razones de nuestro minúsculo comensal. Fundamentalmente, porque tiene recién dos años y medio, y por más que sea muy despierto y parlanchín, no sabe qué son las letras ni qué se puede hacer con ellas.


      Parece ser que el pequeño Tomás tiene el don de distinguir una letra de la otra por su sabor, ¡y qué sabores conoce! Invariablemente, al comer una E indica ¡empanadas!; con sólo lamer una A afirma ¡albóndigas!; y al morder una O anuncia con tono afrancesado ¡omelettes, oh la lá!.

      Al principio, con las vocales, todo resultaba curioso y simpático a la vez, pero la cosa tomó otro color cuando empezó a distinguir las consonantes. Para Tomi, a modo de ejemplo, la C sabe a cable de teléfono, la G a bigotes de gato, y la P a cabezas de fósforos quemados.

      La primera vez que el niño se dio un atracón de estos exclusivos sabores, la familia se preocupó sobremanera pensando que había ingerido realmente esas sustancias peligrosas. Comenzó entonces la sucesión de ajustes, acomodaciones y controles que planificó la familia para contrarrestar los posibles efectos y defectos del curioso don en cuestión.

      Primero llamaron a la gente de la compañía telefónica para que revisaran el cableado e hicieran un informe escrito del estado del mismo, así como de las consecuencias de una posible ingesta. Tuvieron que cambiar de compañía y pedir disculpas por escrito para evitar la intimidante carta documento. En cuanto a los bigotes felinos, la hermana mayor, que había aprendido los números en el jardín, era la encargada oficial de contarlos diariamente. Por su parte, los padres dejaron de guardar los fósforos usados en la cajita y adquirieron la sana costumbre de arrojarlos a la basura.

      Tras numerosos estudios de sangre, de orina y radiografías, nunca pudieron probar que el menudito Tomás hubiese engullido nada peligroso. Además, ningún método, por más riguroso que sea, puede echar luz sobre otro tipo de delicias. Por ejemplo: a la J, Tomi le atribuye un agradable sabor a baile, a la Y, un tinte de venerable antigüedad y a la Ch, un gustito a revolución indescriptible. Desde ya, las H no las come porque no saben a nada.

      Así transcurre por ahora la vida de Tomi. Cuando crezca, formará parte de la Real Academia Española y elaborará un detallado diccionario de gustos.

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